el regalo de los reyes magos de o henry pdf

Un dólar con ochenta y siete centavos: eso era todo. Y, además de esto, sesenta de los centavos en moneda pequeña, en peniques ahorrados con trabajo, uno a la vez o 2 a 2, protestándole al del almacén y al verdulero y al carnicero, hasta el momento en que a una se le subían los colores a la cara por la discreta acusación de codicia que aquel trabajoso regateo llevaba consigo. Delia contó el dinero tres ocasiones. Sí: un dólar ochenta y siete. Y al día después era el de Navidad.

Se encontraba claro que no podía realizar mucho más que tirarse sobre la cama miserable y plañir. Y esto fue lo que Delia logró y lo que nos transporta a meditar nuevamente que la vida está compuesta por gemidos, resoplidos de fastidio y sonrisas, más allá de que con predominio de los resoplidos. Mientras que este ama de la casa pasa de a poco de la primera situación a la segunda, echemos una ojeada a su casa. Hablamos de un pisito con muebles de los de ocho dólares americanos por semana. No puede decirse verdaderamente que sea algo inenarrable, pero sí merece ser clasificado por la policía como antro de mendicantes.

El constructor

O’Henry fue un colosal escritor de cuentos, y su crónica fue una vida de cuento. Su genuino nombre era William Sidney Porter. Nació en Greenboro en 1862 y murió en Novedosa York en 1910. Fue entre los escritores considerablemente más populares y predominantes en USA durante la primera mitad del siglo XX. Conocía verdaderamente bien los combates humanos que se desarrollan en las gigantes ciudades. O’Henry supo trasmitir a sus cuentos estas horripilantes paradojas que guían el accionar de sus pobladores, individuos que intentan la supervivencia en un campo hostil y frío.

Lejos del materialismo al que incita la Navidad, está el genuino espíritu navideño, relacionado con el cariño y la generosidad. Y sí, además con el sacrificio:

EL REGALO DE LOS REYES MAGOS, un cuento de O. Henry (William Sydney Porter) (USA, 1862-

Un dólar y ochenta centavos, eso era todo, y setenta centavos estaban en céntimos, céntimos ahorrados, uno por uno, opinando con el dueño del almacén y el verdulero y el carnicero hasta el momento en que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza frente a la discreta acusación de codicia que suponía un regateo tan obstinado.Delia les contó tres ocasiones.Un dólar y ochenta y siete centavos.Y al día después era Navidad. lleva a la reflexión ética que la vida se constituye de gimoteos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos. Mientras que el ama de su casa se marcha aliviando, pasando de la primera a la segunda etapa, ofrecemos una observación a su hogar , uno de estos pisos de ocho dólares americanos en la raja.No era precisamente un espacio para alojar mendigos, pero precisamente la policía de este modo lo habría descrito. Debajo, en la entrada, había un buzón al que no llegaba ninguna carta, Y un timbre eléctrico al que jamás se aproximaría un dedo mortal. Asimismo pertenecía al apartamento una tarjeta con el nombre de Señor James Dillingham Young. La palabra «Dillingham» había llegado hasta allí volando con la brisa de un periodo de prosperidad previo de su amo, en el momento en que ganaba treinta dólares estadounidenses por semana. Pero en este momento que las entradas habían descendido a veinte dólares estadounidenses, las letras de «Dillingham» aparecían turbias, tal y como si estuviesen pensando con seriedad en reducirse a una modesta y humilde «D». Pero en el momento en que el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su apartamento, le llamaban «Jim» y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a la que hemos anunciado el lector como Delia. Todo lo mencionado está realmente bien. Delia dejó de plañir y se espolvoreó las mejillas; se quedó parado al lado de la ventana, viendo hacia fuera, entristecida y vio a un gato gris que andaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día después era Navidad y ella solo tenía un dólar y ochenta y siete centavos para adquirirle un obsequio a Jim. Había estado economizando cada centavo, mes a mes, y este era el resultado. Con veinte dólares estadounidenses por semana es imposible ir lejísimos. Los costos habían sido mayores de lo calculado. Siempre y en todo momento lo eran. Solo un dólar con ochenta y siete centavos por obtener un obsequio a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas contentos imaginando algo bonito para él. Algo fino y particular y de calidad, lo que tuviese precisamente ese mínimo de condiciones a fin de que fuera digno de formar parte a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espéculo de entero. Quizás jamás haya visto un espéculo de cuerpo entero en un apartamento de ocho dólares americanos. Un individuo delgadísima y ágil podría, al mirarse, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De súbito se distanció de la ventana y se detuvo en oposición al espéculo. Sus ojos relucían intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia su melena y la dejó caer lo extendida que era. Los Dillingham eran dueños de 2 cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la melena de Delia. Si la Reina de Saba hubiese vivido en el apartamento en oposición al de el, cualquier día Delia habría dejado colgar la melena fuera de la ventana solo para probar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón podría haber sido el guardameta, con sus bienes amontonados en el sótano, Jim hubiese sacado el reloj toda vez que hubiese pasado enfrente de el solo para verlo mesándose su barba de envidia. La bella melena de Delia cayó sobre los hombros y relució como una cascada de tierras aguas. Llegó hasta por debajo de sus rodillas y la envolvió como un ropaje. Y entonces ella volvió a recogerla, inquieta y de manera rápida. Por un minuto se sintió desfallecer y estuvo parado mientras que unos cuantos lágrimas caían sobre la arraigada alfombra roja. Se puso su vieja y obscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con los ojos todavía refulgentes, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle. En la puerta donde se detuvo había un letrero: «Mme. Sofronia. Pelo de todo género». Delia subió velozmente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, bastante blanca, fría, no parecía la “Sofronie” indicada en la puerta. -¿Desea obtener mi pelo? -preguntó Delia. -Compro pelo -ha dicho Madame-. Sácase el sombrero y permítame ver el de el. La áurea cascada cayó libremente. -Veinte dólares americanos -ha dicho Madame, ponderando la melena con manos especialistas. -Dímelos en el instante -ha dicho Delia. Oh, y ámbas horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia comenzó a ver a los shoppings en busca del obsequio para Jim. Al fin lo halló. Se encontraba hecho para Jim, para absolutamente nadie mucho más. En ningún lugar había otro obsequio como este. Y ella los había inspeccionado a todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño simple y puro, que proclamaba su valor solo por nuestro material y no por algún adorno inútil y de mal gusto, como sucede siempre y en todo momento con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Solamente verla se percató de que era precisamente lo que procuraba para Jim. Era como Jim: apreciado y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a los dos. Pagó por ella veintiún dólares americanos y regresó de forma rápida a casa con ochenta y siete centavos. Con esta cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de ver la hora en compañía de alguno. Pues, si bien el reloj era fabuloso, Jim se veía obligado a ver la hora a ocultas gracias a la gastada correa que empleaba en vez de una cadena. Escritor O. Henry

En el momento en que Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a determinada prudencia y sensatez. Sacó las tenazas para el pelo, encendió el gas y comenzó a arreglar los estragos completados por la generosidad sumada al amor. O sea una labor tremenda, amigos míos, una labor gigantesca.

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