Viena siempre y en todo momento fué una localidad de mitos. Antes de la primera guerra mundial se encontraba el adulto mayor emperador Francisco José, que dormía en una cama de hierro, jamás abrió un libro y el Jueves Beato lavaba ritualmente los pies de 12 jubilados caballeros. «¿Es que no se me va a ahorrar ningún padecimiento?», aseguran que preguntó el emperador y, en verdad, fueron muchas las cosas por las que debió suceder. Su mujer errante y neurótica fue apuñalada por un ido anarquista a riberas del lago de Ginebra; su hijo, el príncipe heredero Rodolfo, mató de un tiro (tomándose mucho más tiempo del preciso) a su apasionado antes de suicidarse por su parte en el pabellón de caza de Mayerling. Acontecimientos trágicos, pero materia de historia de historia legendaria y increíble para el turismo. Esta era la Viena desde la que se regían trece nacionalidades; la localidad de los desfiles y las paradas militares donde cada noche podía verse a los mucho más deslumbrantes soldados de traje azul, blanco y plateado, abarrotando el patio de sillas de la ópera, puesto que cada oficial en activo tenía derecho a oír música de forma gratuita. La Viena de los Lippizaners, los caballos mucho más estimados de la región, que tenían sus establos en un palacio con arcadas, capaces de editar movimientos de guerra prácticamente fatales en un ballet ecuestre, seguidos por hombres de aspecto solemne, armados con zapas de oro para agarrar las nobles heces que los equinos dejaban caer sobre la arena con perfección rastreada. La carnicería y la desdicha producidas por la Enorme Guerra acabaron con toda esta temporada. No obstante, de alguna forma la localidad subsistió a la desaparición de Francisco José, a la abdicación del sobrino, a la trascendente derrota de Austria, a la pérdida de su imperio. Brotaron entonces nuevos mitos para los visitantes, que podían ver el instructor Freud, en sus buenos tiempos, tomando cerveza en la terraza del Café Landtmann. Arnold Schönberg, el constructor de la música atonal, daba recitales que quizás no fuesen entendibles pero sí eran lógicamente esenciales, y si bien absolutamente nadie sabía con precisión qué era el positivismo lógico, todo el planeta entendía que quienes lo ideaban daban renombre a la localidad . La familia de Leonie Berger vivía en Viena desde hacía un siglo y asimismo tenía sus mitos. – En lo personal, jamás llegué a conocer al instructor Freud al Landtmann -le respondió Leonie a un visitante que le preguntó-. Donde siempre y en todo momento me hallaba en el Landtmann se encontraba en mi prima Fritzi, con sus malcriados hijos corriendo entre las mesas. Su padre, descendiente de prósperos mercaderes de lana de origen morave, tenía una enorme tienda en Mariahilferstrasse, pero Leonie Berger se había casado con un integrante de la capaces. Kurt Berger ahora había sobrepasado el umbral de los treinta años y era catedrático en la facultad en el momento en que un buen día cruzó por la Stephansplatz y escuchó, bajo una auténtica multitud de palomas hambrientas, los chillidos de una muchacha agobiada. Tras atemorizar a sus aves, descubrió a una bella mujer, rubia y llena de raspones, que se lanzó gimoteando entre sus brazos. —Deseaba ser como san Francisco de Agarráis —gemió Leonie, que le había comprado nada menos que seis packs enteros de maíz al viejo que vendía comida para las palomas. Kurt Berger no había planeado en casarse, pero en este momento lo logró y no ha podido tirarle la culpa a absolutamente nadie sino más bien a sí mismo en el momento en que descubrió que Leonie jamás se conformaría, por de esta manera decirlo, con una bolsa de maíz si podía hallar seis. En lo que se refiere a Leonie, adoraba a su marido, que caminando el tiempo se transformó en instructor de Zoología de los vertebrados, directivo del Museo de Historia Natural y asesor del gobierno. Ella orquestaba el horario de su marido con la precisión de un Toscanini: le preparaba el desayuno, le entregaba la cartera de mano y el paraguas con mango de plata en el momento en que salía de casa, a las ocho en punto, tenía la comida lista cinco minutos. antes que volviese y hacía almacenar silencio absoluto en la servidumbre mientras que él hacía siesta. Leonie conocía el milímetro desde la proporción de almidón que le ponía en los cuellos de las camisas hasta sus movimientos intestinales; le resguardaba de alumnos inoportunos, y en el momento en que asistían juntos a su palco de la ópera, jamás olvidaba llevarle el agua mineral preferida en un frasco de plata. Nada de todo lo mencionado le impedía, no obstante, encargarse de los atribuyas, nacimientos y relaciones cariñosas de los incontables familiares que recibía, visitaba y socorría, de forma frecuente en más de una ocasión cada día. Los Berger vivían en el centro de la región vieja, en el primer piso de una enorme casa construida cerca de un patio donde medraba un castaño. Habían acomodado a la anciana madre del instructor en 2 de las 12 habitaciones de la vivienda; Hilda, la hermana soltera de Kurt, una antropóloga experta en el sistema de vínculo de los mi-mi de Bechuanalandia, disponía de su suite. Mishak, tío de Leonie, un hombrecillo calvo con un pasado novelesco, vivía en el entresuelo. Pero, naturalmente, no habrían sido reales vieneses si el último día de clase en la facultad no hubiesen partido hacia las montañas. Ya que las tierras patrimoniales de los Habsburgo habían quedado para los austriacos: el Tirol, la Carintia, el Estiria… y el lluvioso Salzkammergut, al lado de un profundo lago verde llamado Grundlsee, donde los Berger tenían una vivienda de madera. Los preparativos para la «vida simple» que llevaban ocupaban Leonie a lo largo de múltiples semanas. Se subían las cestas desde el sótano y se llenaban de loza y cerámica guardadas entre edredones de plumas y sábanas. Se guardaban los vestidos de localidad, con bolas de naftalina contra la colmena, se lavaban los vestidos tirolesos, se preparaban los abrigos y sombreros alpinos y se mandaba por enfrente a la servidumbre, en tren. Y allí, sobre la terraza desde la que se dominaban las aguas del lago, el instructor proseguía haciendo un trabajo en la redacción de su libro, La evolución del cerebro fósil, mientras que Hilda preparaba sus productos para la Sociedad Antropológica y el tío Mishak se dedicaba a pescar. Por las tardes comenzaba la diversión. Acompañados por amigos, familiares y alumnos que los iban a conocer, ¡hacían excursiones en botes de remos hasta incómodas islas, o paseaban impresionados por los prados cubiertos de flores, entre alegres exclamaciones de Alpenrosen! o «¡Enzian!». Como durante la orilla del lago había otras viviendas, propiedad de doctores, abogados, teólogos y cuartetos de cuerda, con frecuencia se entablaban diálogos increíblemente animadas entre un prado florido y el próximo. Los mosquitos participaban de la animación picando a la multitud, las astillas de las cabañas de baño se les introducían en los pies, los arándanos les manchaban los dientes… y todos y cada uno de los anocheceres se reunían para contemplar la puesta de sol tras las montañas de cumbres nevadas y no dejaban de exclamar: «¡Wunderbar!» Después, el último día de agosto, se volvían a almacenar los vestidos tirolesos, se llenaban nuevamente las cestas… y todo el planeta volvía a Viena para ayudar a la primera velada del Burgtheater, la noche inaugural de la ópera y la comienzo del curso académico universitario. Fue en el seno de esta familia favorecida donde, en el momento en que el instructor ahora se aproximaba a la cuarentena y su mujer prácticamente había descuidado toda promesa de concebir, nació una hija a la que pusieron por nombre Ruth. Asistida en el parto por la obstetra mucho más prominente de Viena, su llegada supuso un desfile de Herr Doktors, Herr Instructores, catedráticos y distinguidos con el Nobel, que asistieron para contemplar al bebé, ofrecerle suaves palmaditas a la cabeza con los dedos eruditos y, con bastante continuidad, vocalizar alguna cita de Goethe. Pese a esta extendida lista de conocidos integrantes de la intelligentsia, Leonie envió a buscar a su vieja nodriza del Vorarlberg, que no tardó en llegar con la cuna de madera usada en la familia a lo largo de generaciones, y el bebé fue depositado en ella , puesto bajo el castaño del patio, fruncido por canciones dulces y absurdas que charlaban de rosas y de claveles y de pastores, que los pequeños del campo absorbían adjuntado con la leche de su madre. Al comienzo todo parecía señalar que Ruth se transformaría en una Wiegenkind austriaca. El pelo, en el momento en que al final medró, tenía el color del sol; su nalga respingona parecía atraer las pecas y tenía una sonrisa amplia y extensa y dulce. Pero ninguna otra pequeña sacudía los lados de su cama con una resolución tan feroz ni tenía unos ojos tan oscuros y también inquisitivos, que parecían estimar comer desaforadamente la vida. –Una lechera con los ojos de Nefertiti –comentó un prominente egiptólogo, invitado a cenar. Le encantaba charlar, precisaba saberlo todo y se encontraba persuadida de que podía reparar el planeta. –No debería comprender tantas expresiones –comentaba Leonie con sus amigas, asombrada frente su precocidad. Pero ella debía comprender las expresiones. Debía saberlo todo