Hay viajes en los que continuamos toda la vida. Este, el de El tiempo de los regalos y su continuación Entre los bosques y el agua, es uno. Parte de mí no abandonó, ni lo va a hacer jamás, un punto del camino, el puente sobre el Danubio que lleva a la localidad de Esztergom y su rutilante promesa de húsares de aterciopelados dolmanes, cigüeñas, cimitarras y dorado vino Tokay. Nuestro creador, de alguna forma, asimismo prosigue ahí, en el sendero. ¡Si bien comentando en sentido riguroso concluyó hace prácticamente ochenta años!, el periplo juvenil de Patrick Leigh Fermor caminando desde Holanda hasta Constantinopla —como él llamaba Estambul— jamás va a quedar totalmente encerrado para nosotros sus leyentes. Lo que tienen en este momento en sus manos son únicamente —¡pero cuánto cabe solo!— 2 de las tres etapas de este fantástico camino de año y medio de vivencias, bellezas y aventuras, asimismo riesgos, mediante una Europa, la de principios de los años treinta desaparecida poco después en la enorme catástrofe de la Segunda Guerra Mundial. Leigh Fermor —Paddy, como dejaba que le afirmaran los amigos, entre aquéllos que había gente de estirpe, escritores, pasajeros, valientes soldados, aventureros y asimismo yo: lo único que tengo en común con la duquesa de Devonshire— no comenzó a redactar su viaje hasta varios años tras haberlo hecho. Partió en el último mes del año de 1933, con dieciocho años, y llegó a su misión el 1 de enero de 1935. Pero El tiempo de los regalos, el primero de los tres libros en los que decidió contar el viaje, apareció en 1977, prácticamente medio siglo después su último paso del camino; el segundo, Entre los bosques y el agua, en 1986, y el tercero y conclusivo, el volumen que debía cerrar la trilogía y consumar el itinerario no llegó a publicarlo. Paddy, como van a saber, murió el pasado diez de junio a los noventa y seis años, con los deberes por realizar. Desde hacía años aseguraba que se encontraba escribiendo esa tercera distribución del enorme viaje. Todos y cada uno de los que le conocíamos, a él ahora su lenta y minuciosa, hermosa forma de redactar —había asimismo algo de bloqueo literario, probablemente relacionado con sentimientos vinculados a esta tercera etapa—, dudábamos que va a llegar a cerrar el paseo, todavía mucho más a la visión de los atribuyas que iban minando implacablemente su salud. No obstante, al tiempo albergábamos la supersticiosa promesa de que mientras que el escritor no pusiese el punto y final de su viaje el destino no tendría la indelicadeza de arrebatárnoslo. Pero de esta forma fue. En el momento de redactar estas líneas no está claro si lo que van a leer en este momento, los 2 libros que se muestran juntos, va a tener una continuación. Lo que sí semeja seguro es que lo que Paddy llegó a redactar no es nada, ¡uy!, un tercer libro terminado… El último recuerdo físico que tengo de Patrick Leigh Fermor es la imagen de su espalda, muy recta pese a edad , mientras que el escritor se iba tras comer juntos en Beccofino —con examen de latín incluido— y conocer después una librería londinense donde me adquirió como obsequio (yo le había regalado un ensayo sobre los guerreros germánicos) una primera edición de ‘Ill Met by Moonlight, el libro de su camarada el capitán Bill Stanley Moss en el que se cuenta la enorme aventura de los dos en la Segunda Guerra Mundial: el audaz secuestro del comandante de las tropas alemanas en la Creta ocupada, general Kreipe, peripecia de la que se realizó una película donde a Paddy lo interpretaba no muy de manera convincente Dick Bogarde. Me semeja una bonita y correcta estampa final de un enorme escritor viajero, esa espalda, la del hombre siempre y en todo momento en tránsito, apartándose, ansioso de recorrer tierras novedosas y de entender a otras gentes. Entonces hubo cartas, una correo demasiado desprendida por su lado, donde me alumbró sobre múltiples cuestiones que le proponía —individuos de la resistencia griega, las heroicidades y el carácter de John Pendlebury, libros de viajes y tradicionales— . Lucían siempre y en todo momento estas misivas los evocadores header de The Mill House, la mansión de Worcesterhire donde radicaba en Inglaterra, o de Kardamyli, Mesenia, Grecia, la ubicación de su querida casa en el sur del Peloponeso, donde mueren las nereidas. Sería interminable concretar la asombroso biografía de Patrick Leigh Fermor, un hombre arrebatadamente romántico, guapo y gentleman. El hombre que uno hubiese amado ser, si hubiese tenido valor bastante para llevarlo a cabo. Pero dejadme apuntar ciertas cosas para ubicarlos en el irreproducible personaje. Nativo de Londres el 11 de febrero de 1915, era el único hijo varón de sir Lewis Leigh Fermor, un reputado naturalista y geólogo que trabajaba en la India, y Aileen Taaffe Ambler, mujer increíble que escribía proyectos de teatro, tocaba el piano y deseó estudiar a volar en un biplano Moth (como el del conde Almásy). Expulsado de varias academias —en una ocasión para cogerle con una muchacha: sí, Paddy era asimismo un conquistador— y definido de joven como una mezcla de temeridad y sofisticación, que es descripción, parecía designado a una carrera militar en Sandhurst, pero se dio en la vida bohemia y despertó la ambición de ser un escritor. Frente a la irrevocable constatación de que nada debía redactar, decidió vivir una aventura escencial que le proporcionara un tema y ni corto ni perezoso se lanzó a caminar hacia Constantinopla —lo que dio rincón a los 2 libros objeto de estas. líneas. Acabado el iniciático viaje, los plateados caminos de la juventud, pasó su veinte aniversario en el monte Athos, participó un mes después como espontáneo en una carga de caballería contra las tropas de Venizelos y se enamoró de una princesa rumana. Con ella, Balasha Cantacuceno, ocho años mayor y divorciada, vivió una hermosa historia amorosa de tres años en Moldavia sobre el telón de fondo del comienzo de la incineración de Europa. Al reventar la Segunda Guerra Mundial regresó a su país para alistarse, le incorporaron al servicio de Sabiduría y le destinaron como oficial de link con el ejército heleno para el saber de la región y el idioma . Tras múltiples aventuras, fue reclutado por la Special Operations Executive (SOE) —los expertos en operaciones destacables británicos— y protagonizó peligrosas metas (además de faras inenarrables en El Cairo). La que mucho más, de las metas, la organización de la resistencia cretense contra la ocupación nazi, labor a la que se entregó con el celo, el sentido épico y poético, el cariño al heleno y la extravagancia de un Lord Byron. Fue entonces en el momento en que raptó en un alarde de valor al general Kreipe. Es propio de su humor que señalara al rememorar el episodio que para los cretenses, familiarizados a raptar novias, raptar a un general alemán les parecía el colmo de la diversión… Tras la guerra, Paddy, un hombre cuyo genio para las lenguas, los entendimientos humanísticos y la escritura eran de forma directa proporcionales a su total y confiesa ineptitud para las matemáticas, se puso en el Centro Británico de Atenas y conoció a la que se transformaría en su mujer, Juan Rayner, la hija del vizconde Monsell, un primer lord del Almirantazgo. En 1949 la pareja, a la que toda la alta sociedad se rifaba por su prestancia y simpatía (por no charlar de las historias que contaba él, héroe de guerra), viajó a las Antillas y allí Leigh Fermor cobró el material por en su primer libro , The Traveller’s Tree (1950). La buena aceptación le confirmó en su viejo deseo de ser escritor. Con su mujer viajaron extensamente por Grecia y nacieron sus 2 libros Mani y Roumeli. En 1963, la pareja se instaló en Kardamyli y Paddy consideró llegado el instante de redactar ese viaje de chaval por Europa en los años treinta. Bastante de lo que les he contado sobre su historia, como el rapto de Kreipe o el episodio romántico con la Cantacuceno, lo enseña nuestro Leigh Fermor en El tiempo de los regalos —el primero— y Entre los bosques y el agua —el segundo —, como disgresiones (los libros están llenos, siempre y en todo momento sorprendentes) del riguroso relato del viaje. La visión del creador da de ahí que considerablemente más. Y sucede que, al final de cuenta, quien cuenta la aventura es un hombre adulto y experimentado, veterano de guerra, culto y vivido, muy sabio. Es exactamente la combinación de los 2 puntos de vista sin que pierda fuerza ninguna, el del adulto y el del joven, lo que recubre a los 2 libros de su incomparable tono, tan conmovedamente nostálgico y evocador. En este sentido, recuerdan al Huckleberry Finn de Mark Twain o El vino del verano de Ray Bradbury. Hay mucha inocencia en este viaje transeuropeo de Paddy, inocencia de la juventud reflejada desde la madurez y también alumbrada y fundamentada por la reflexión y el saber. La melancolía que empapa las páginas es no solo la del hombre que detalla el instante señero de su juventud —¡siempre y en todo momento con el artificio que aceptamos absolutamente los que leen! que es el chaval quien charla—, sino más bien la de un planeta que está cerca del abismo y próximamente (en verdad ahora en el momento en que se escriben las páginas) deberá ocultar en la mayor orgía de crueldad de la historia. Este sentido crepuscular del viaje se mezcla con la infecciosa vitalidad y curiosidad del joven Leigh Fermor precipitado, como la Dorothy de El mago de Oz, en su quest de algo que narrar, asombrado por la noticia que revela en todos y cada rincón de la vieja Europa, conmocionado por las revelaciones culturales y estéticas que recibe en todos y cada etapa, deslumbrado por la arquitectura, entretenido con la historia, ofuscado con el lenguaje, fascinado con la multitud y sus prácticas. A lo largo del viaje, Europa cambia, el joven Paddy cambia y cambiamos nosotros. Tan irremisiblemente como se pasa de la adolescencia a la madurez. Quizá de ahí que Leigh Fermor no podía finalizar el relato de su viaje, para preservar abierta -y lo logró hasta la desaparición- la conexión con su juventud perdida. En resumen, embarquen con Paddy, cargado de sueños de caballero errante, wandervögel, peregrino o estudiante medieval tipo Recorrido por el cariño y la desaparición, en esta muy, muy bella día mediante una Europa perdida. Distribuyen su vagabundo extasiado de localidad en localidad, pueblo en pueblo, monumento en monumento, frontera en frontera. Duermen con él en posadas, pajares, campamentos cíngaros, schlosses, kastelys y palacios —el chaval traía sugerencias para amigos aristócratas de sus progenitores y esos, a la visión de tan increíble chaval, hambriento de entendimientos y también historias, se lo iban mandando unos a otros, hombres a condes (¡los Trautmannsdorffs de Pottenbrunn!, ¡los Esterházy!) en un estallido de simpática sorpresa—. Vea las esvásticas llameando con su promesa de vileza en todas y cada una de las ciudades de Alemania —tan hospitalaria, pero, con el joven y también inofensivo vagabundo, der englische Globetrotter (¡que después les secuestrará un general!)—; los oropeles de los viejos terratenientes húngaros, tocados con plumas de garceta, águila y grúa y que dejan sus cimitarras en el taburete del Bugatti; los caftanes tintos de los rabíes rumanos, las oropándolas doradas, los abejarucos y abubillas y el vino color ámbar de Transilvania, sus rosas. Visite el campo de guerra de Mohács, el bastión de Hunyadi, el castillo de Vlad Dracul; troten sobre el rocío y la yerba novedosa a lomos de un óptimo caballo por la puszta, amedrentando a las alondras; levántase con el alcohol y los instrumentos de cuerda de los zíngaros. Un planeta lleno de leyendas —¡uy de quien tome agua de lluvia en la huella de un oso!— y hermosura —¡los húsares de Honvéd!