Mis amigos nunca saben qué regalarme

Me gusta recibir regalos. ¡Por supuesto! Es una linda sensación saber que otra persona se tomó el tiempo y la dedicación (¡y el dinero!) de buscar algo que me haga feliz. ¿A quién no le gusta sentirse apreciado? Pero también tengo que decir que es muy real el pánico que siento de imaginarme una situación social donde me hagan un regalo que no me guste. ¿Tendré que fingir? ¿Se darán cuenta de que fingí? Mi risa genuina suena exactamente como mi risa fingida – o al menos eso pienso yo. 

 

Sin embargo, a pesar de ese miedo irracional, la verdad es que la mayor parte de las veces que alguien me hace un regalo sí me gusta y es de la talla correcta. Incluso cuando son regalos que yo jamás hubiera comprado por mi cuenta. Todo bien. Pero unos segundos después, suele llegar la inocente aclaración: “No sabía qué regalarte”.  Aprecio la candidez, en verdad que sí. Y aprecio que hayan hecho el esfuerzo adicional. Pero no me sabe bien que me lo digan. Creo que es porque detesto lo que hay muy en el trasfondo de la frase: no saben qué regalarme porque no saben lo que me gusta. Y no saben lo que me gusta porque, sencillamente, no se los digo. ¿Y por qué no se los digo? Ese es el misterio.

 

Uno de mis recuerdos de niñez es que recuerdo claramente que mi hermano menor, cuando se acercaba la fecha de su cumpleaños, colgaba en la puerta de su habitación una lista con los regalos que quería recibir en su día. Como es de esperarse para una lista de deseos de un niño de 7 años, no había límites. Todos los regalos más extravagantes y lujosos aparecían en esa lista. Mascotas exóticas, carritos coleccionables en pistas interminables, videojuegos, toneladas de golosinas, jerseys autografiados, catálogos enteros de juguetes, tickets para partidos de futbol, incluso viajes para visitar a familiares lejanos. La lista era larga, ingenua, y obviamente quedaba sin cumplir. Pero eso jamás detuvo a mi hermano. La fugaz decepción de no recibir una motocicleta (!) jamás drenó su capacidad de fantasear, de soñar, de imaginarse el mejor cumpleaños posible.

 

Yo, que siempre fui más precavida con mis deseos cumpleañeros, siempre me maravillé con la alegría con la que mi hermano confeccionaba su lista. Incluso ahora, me despierta un brote de ternura. Hay algo extrañamente divertido y contagioso respecto a fantasear cosas bonitas. Más aún con la inocencia infantil que no sabe de precios, costos de envío, impuestos, baterías recargables ni cualquiera de esas preocupaciones tan logísticas. Sino sencillamente las ganas de recibir y abrir un presente. Estoy convencida de que las ganas de recibir un regalo lindo despiertan en otro las ganas de hacer un regalo cariñoso, y sé que mi hermano siempre se emocionó con los regalos que recibió, aún si no eran los de la lista original.

 

Con el tiempo, he ido reconociendo ese anhelo inocente y juguetón por los regalos en más personas, no solo en mi hermano. Siempre que lo veo me regocija enormemente y desearía ser más como ellos: abiertos a la generosidad y con la capacidad de imaginar intacta. Finalmente, ¿qué será de nosotros si nos olvidamos de cómo soñar? Y aún más, ¿qué sería de nuestras relaciones con nuestros seres queridos si no sabemos comunicarles lo que queremos?

 

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